Club de lectura: La isla cerrada, de Antonio Cobos

Joaquín Medina Ferrer

La isla cerrada es la segunda de las novelas que publica nuestro compañero de profesión Antonio Cobos. Ya hace un par de años que tuvimos ocasión de leer en el club su primera obra, Los exiliados, y de compartir con él comentarios, curiosidades y anécdotas en torno al contenido de la novela y a su pavesiano nuevo oficio de escritor. De entrada, nos llevamos todos una alegría: Antonio nos contó que la edición de esta novela, publicada como la anterior por la muy granadina Editorial Nazarí, no le estaba, por decirlo también en granaíno, costando los dineros. A esta alegría se sumó la de saber que llevaba ya una buena temporada defendiendo con éxito su isla cerrada por diferentes clubes de lectura.

Hace años escuché a José Ignacio Lapido decir cuando se disponía a iniciar su concierto en la Sala Príncipe, tras ser fuertemente ovacionado al salir al escenario antes incluso de sacar una sola nota a su Fender, que jugar en casa era, para los cantantes como para los futbolistas, siempre una ventaja. Antonio, como el maestro Lapido, jugaba en casa. La crítica, como la grada, tiende a juzgar, ¿es así siempre?, con más benevolencia.

Antonio, además, reconoció estar de antemano agradecido por cuantos posibles fallos narrativos le corrigiéramos, declarando que, como autor relativamente novel que es, asumía de entrada sus limitaciones y errores.

Yo he de reconocer que acudí a la reunión del Club sin haber leído el libro. Por distintas razones no pude adquirirlo en su momento, así que me presenté a la tertulia sin apenas tener idea de cuál era el argumento. Así que La isla cerrada era una isla doblemente cerrada para mí.

Recordaba entonces, en relación a esta labor adquirida de… ¿cómo demonios se llama a quien escribe una reseña literaria? ¿reseñador? ¿reseñista?, y a esta circunstancia de verme en la tesitura de tener que escribir un texto medianamente razonado sin haber visto el libro ni tan siquiera por encima que, hace unos años, cuando visitaba una tienda dedicada al reciclaje de libros de segunda mano , tienda muy conocida en Granada y de la que no voy a dar el nombre, me llamó la atención encontrar entre los volúmenes más recientes puestos a la venta uno que se acababa de publicar. Había escuchado al autor pregonar las bondades de su novela en un programa radiofónico la tarde anterior. Recuerdo perfectamente el nombre de la novela y el de su autor. Las perlas peregrinas. Manuel de Lope.

He mirado donde todos buscamos ahora los datos que precisamos. Ese recuerdo se remonta al año 98. ¡El siglo pasado! Tempus fugit

A lo que iba.

Cuando le pregunté, sorprendido, al dueño de la tienda cómo era posible que ese libro ya estuviese en sus estantes cuando aún no se encontraba en las librerías convencionales, me respondió de manera demorada que no sabía yo cómo eran los críticos literarios de Granada.

Había entonces tres periódicos locales en nuestra ciudad. Cada uno de ellos tenía su correspondiente crítico que se encargaba de comentar para los lectores las últimas novedades publicadas. Según afirmó, y parecía saber de lo que hablaba, al día siguiente de recibir un libro, fuese cual fuese este, los tres ya estaban vendiendo el ejemplar que la distribuidora les había proporcionado.

Me dijo que les daba trato de favor en la compra y que les pagaba por el ejemplar “a reciclar” algo más del usual veinticinco por ciento del precio oficial de venta. ¡Un detalle! Claro, yo le pregunté que cómo redactaban entonces la crítica… ¿Para qué están las contraportadas? me contestó.

No adquirí el ejemplar. Mi biblioteca ya tenía más libros de los que podría leer en varias vidas y pesaba sobre mí una prohibición tajante: ¡No vayas a comprar un libro más mientras no te los hayas leído todos! Y si lo haces, ¡limpias tú las estanterías!

Me quedaba la duda, lo decía más arriba, de cuál era la palabra adecuada para esta tarea asumida con gusto de comentar lo que hemos leído en el club. No es palabra de uso frecuente. Sospechaba que sería reseñador. No es palabra precisamente bonita. Y sí, la RAE recomienda reseñador. Se acepta reseñista. E indagando me topo con una frase lapidaria. Un axioma, como es propio de los axiomas, aparentemente irrefutable:

Los reseñistas son perezosos; los críticos no. Los reseñistas son vistos por los auténticos escritores con una mezcla de sospecha y de desprecio.”

Este reseñista confiesa ser perezoso. Para ser visto con sospecha y desprecio me faltan muchos, muchísimos, lectores, escritores incluidos.

Buceando en las procelosas aguas de Internet hallo una página en la que el escritor Anthony Burgess, el autor de La naranja mecánica, novela a la que hicimos referencia en una reseña anterior como ejemplo de novela distópica al hilo de la tertulia alrededor  El cuento de la criada; escribe de la época en la que el también debió hacer de reseñador. La página tiene textos muy interesantes y curiosos y por ese motivo la ¿anexo? Merece, creo, una visita:

https://www.razon.com.mx/el-resenista-y-el-critico/

En ella encuentro que lo que para mí era un mero recuerdo anecdótico y que nunca llegué a creer del todo, – ¿cómo van a vender los libros sin leerlos? ¿Cómo van a hacer eso los críticos? -, no era tan inusual. Leamos lo que escribe Burgess:

La venta de los ejemplares recibidos para reseñar sigue siendo una fuente de ingresos para los que trabajan a destajo; estarían perdidos sin ella. Algunos reseñistas muy pobres, – podría dar nombres pero no lo haré–, han vendido sus ejemplares sin leerlos, por estar muy necesitados. La presentación del editor brindaba datos suficientes para redactar una nota cautelosa. Cuando una reseña es muy elogiosa, carente de “sin embargos”, se puede asegurar que el reseñista no leyó el libro.”

Temeroso de hacer como los reseñistas / reseñadores, procedí a leer el libro. Para demostrar que realmente lo leí no evitaré algún ocasional “sin embargo”.

Como digo, leí La isla cerrada después de nuestra mensual tertulia. Asistí a ella, lógicamente, en silencio. Por respeto y porque poco, nada realmente, podía aportar.

El tema derivó pronto por comentar lo acertado o no de los impuestos que gravan las sucesión, un tema este que surge en el argumento del libro, ¿es una obligación que hemos de asumir en aras de la redistribución económica o, por el contrario, es una forma más por la que estados y gobiernos penalizan a los ciudadanos ahorradores y poco dados al consumismo? No podía haber unanimidad entre los asistentes y lógicamente no la hubo.

También se comentó la dificultad de esta tarea de escribir un libro. Recuerdo que algún contertulio hizo referencia al bajo porcentaje de escritores respecto a la población mundial y que ello era casi un motivo suficiente para no criticar al que escribe, (en rigor se critica lo escrito, claro). No sé si acertó en los números. Tampoco tenía importancia.

Otro tema fue el de la función terapéutica de las utopías. ¿Querríamos realmente vivir en una de ellas? Tampoco hubo acuerdo. Yo casi digo como el del chiste: Virgencita, ¡que me quede como estoy! Incapaz de cambiar detalles, no insignificantes, de mi vida, ¿cómo voy a siquiera creer en que puedo cambiar la de todos?

Caigo en la cuenta de que enfrascado en sucedidos no he dicho aún de qué va La isla cerrada.

Es La isla cerrada una isla situada en mitad del océano Índico que “sufre” una extraña anomalía. Por azares “magnéticos”, la isla no es conocida y no aparece en los mapas. Periódicamente, cual nuevo Triángulo de las Bermudas, llegan a ella náufragos con los que se ha perdido, dándose por desaparecidos, todo contacto. Periódicamente también, en días coincidentes con los solsticios., algunos pobladores de la isla pueden abandonarla para conocer mundo. La novela narra las peripecias de uno de esos náufragos, Carlos, en su intento de dar a conocer al mundo, tras llegar accidentalmente a ella, la existencia de la mentada isla y mejorar lo que en esa isla cerrada pueda mejorarse en diferentes aspectos socio-político-económicos.

La isla, no lo he dicho, pese a ser desconocida, tiene nombre propio. Se llama Aípotu, nombre que plantea un problema añadido: los que allí viven llevan, casi como un castigo, el impronunciable gentilicio de aípotuanos. Prueben a decirlo en voz alta: a-í-po-tua-nos. ¿Tú de dónde eres? Yo soy aípotuano. ¡Menuda sobreesdrújula! Difícil, ¿verdad? Preferible llamarlos “los de la isla”.

Un amigo de mi siempre recordada Mijas publicaba por las mismas fechas una novelita titulada “Un pueblo llamado Sajim”. Decía querer contar en ella cómo los gobiernos populares, populares del P.P., habían vuelto el pueblo del revés. Julio prefería el pueblo tal como era antes.

No desvelaré mucho más. Quien quiera que esté interesado ya sabe qué tiene que hacer.

Antonio Cobos señalaba que era un libro escrito para pensar. Para pensar en la vigencia o no de mantener ideales. Para pensar en las diferentes maneras de organización. Para pensaren la manera en que planteamos las condiciones de vida cuando, inevitablemente, nos hacemos viejos. Para pensar en el futuro de la humanidad.

Es pues La isla cerrada un libro bienintencionado. De algún modo leer el libro es como hablar con el autor. Un libro y un autor bienintencionado, amable y bondadoso.

Estas calificaciones, aplicadas al autor, a Antonio, nos hablan de una buena persona. Todos coincidiríamos en llamar así a nuestro compañero. Aplicadas estas calificaciones al libro nos remiten a una lectura agradable, sencilla y ligera. Meritorio, sin duda. Pero puede que también atributos escasos para lo pretendido y manifestado por el escritor.

No es esta la primera isla utópica, o distópica llegado el caso, presente en el mundo de la literatura. Así de memoria, además de la isla a la que era llamado Ulises, recuerdo La isla misteriosa del siempre presente Julio Verne, La isla del doctor Moreau, del sugerente Herbert G. Wells y la cinematográfica La isla, en la que una Scarlett Johansonn, como siempre… Me contengo, ¡ #metoo acecha!

Retomemos nuestro papel.

¿Cuáles son los “sin embargo” de nuestra isla?

Hay uno radical de entrada. Es muy difícilmente creíble la existencia de un lugar así. Y la explicación dada a ese fenómeno, lo del magnetismo y eso, la hace más increíble aún. Creo, además, que no era precisa la aclaración. Cualquier lector, forzado a buscar una razón al desconocimiento de la existencia de la isla, habría podido hallar una razón que la justificara , la propia, la que imaginara. Desde un artificio de mero oportunismo literario hasta una razón científica ad hoc.

Otro más. Un “sin embargo” no menor a mi juicio. La isla termina siendo realmente una tierra en pequeñito. Nada hay en ella que no aparezca en la realidad más real. Hay sus partidos políticos. Hay su segregación racial. Hay sus debidas dosis de debilidades humanas. Hay malos y buenos. Hay codiciosos y desprendidos. Hay pragmáticos e idealistas. Hay gente que trabaja por vocación y gente que se ve obligada a trabajar. Hay diversidad de opiniones. Hay, en suma, lo que hay en todas partes.

Woodstock: haz el amor y no la guerra

Y hay también una concepción romántica del amor, al modo de los viejos hippies de Woodstock, “Haz el amor y no la guerra”. Y hay una manera digna de dar fin a la vida cuando ya no somos útiles, una manera que a mí me suena peligrosamente determinista, casi más de un Hitler moderno y supuestamente progresista que de un militante utópico. Y hay una curiosa forma de aportar fondos económicos a las necesidades estatales, forma que todos parecen aceptar por equitativa y solidaria , pero que todos, también, intentan vulnerar.

Pero, “sin embargo”, todos estos “hay” me parecen muy utilitaristas y forzados. Son necesarios para que la Utopía exista, pero, a su vez, no pueden existir en “esa “ isla.

Me chirrían también algunos detalles menores. Un poner: Carlos se muestra satisfechísimo cuando consigue que se acepte una nueva herramienta que facilite la siembra de semillas y de cuyo uso derivará un aumento inmediato de las cosechas. “Inventa”, gracias a sus recuerdos del pasado, una especie de artilugio que permite que la semilla depositada en él llegue más hondo y se favorezca su germinación. Un artilugio que imagino similar al tornillo que se utiliza para hincar con más solidez las sombrillas en la arena de la playa. Poco después su mejor amigo es destinado, en una de esas periódicas salidas al exterior, a la mejor clínica estadounidense especializada en avances y estudios genéticos, ya que tiene unos conocimientos alabados por todos. Hablamos, no lo olvidéis, de la misma isla. De la isla cerrada.

Tampoco me acaba de convencer esa separación en la isla idílica entre, seré suave, ladrones buenos y ladrones malos. Guardar parte de la herencia, aunque es ilegal, no está mal si lo hacen casi todos, los que tienen oportunidad, incluido el más honesto de los protagonistas. Sacar oro al extranjero, ¡aunque la isla sea cerrada, algunos saben que Suiza existe!, es malo, malísimo. No tienen perdón de Dios. Bárcenas siempre es “de los otros”. La viga, la paja, el ojo, lo propio y lo ajeno.

También es extraña la no solución de los asesinatos disuasorios cometidos. Se castiga a los culpables por los delitos económicos añadidos, pero no por el delito mayor. Antonio nos dijo que no quería, ni pretendía, dejar todo perfectamente atado. Ni desatado. Pero entonces, ¿por qué el incluir este episodio?

Me ha parecido observar en el desarrollo de la novela unos saltos temporales excesivos. Pasamos, sin solución de continuidad, de sucesos que acontecen de manera consecutiva e inmediata a otros que tienen lugar meses, semestres, después.

Antonio Ávila, nuestro experto de cabecera, maestro en el análisis, (leer un libro, el que sea, anotado por él, es un placer del que tuve ocasión de disfrutar), señaló también que había un uso excesivo del papel desempeñado por el narrador en la novela, vino a decir que Antonio, Cobos, había sobredimensionado su función atribuyéndole poderes cuasi absolutos a la hora de opinar por los personajes, algo que, a juicio de Antonio Ávila, juicio, que , como he dicho, respeto y valoro, excede lo que es propio de esta figura. Pregunta: ¿tiene límites la omniscencia?

Espero que ni el autor, mi apreciado Antonio Cobos, ni los contertulios, mis no menos apreciados compañeros, estimen demasiado crítica esta reseña. De nuevo la viga y la paja. Vaya siempre por delante mi respeto por la labor que desarrolla un escritor. Todos son por mí envidiados. Y a todos, sin excepción alguna, les buscamos y les busco sus “sin embargos”.

Recordemos sin pudor que a lo largo de los diez años de lecturas en el club le hemos puesto pegas, entre otros a, ¡redoble de tambores ¡, Lev Tólstoi por llamar a sus personajes de Guerra y Paz con nombres rusos; a Miguel de Cervantes por el lenguaje empleado en El Quijote, tan del siglo XVII; a Almudena Grandes por lo extenso de Los pacientes del doctor García; a Leonardo Padura por hablar mal del mito cubano; a Antonio Muñoz Molina por dirigir la sede del Instituto Cervantes en Nueva York; a Gustave Flaubert por contar adulterios; a Ángel Olgoso porque sus cuentos son muy cortos; a Doris Lessing por… ¡ ah! No, a Doris Lessing no le pusimos pegas, recién premiada con el Nobel todos fuimos incapaces de terminar su Cuaderno dorado

En fin, Antonio, ya sabías a lo que te arriesgabas.

¡Ánimo y a por la tercera!

En un par de años esperamos verte de nuevo por el club. De las ideas que ahora, sin duda, bullen en tu cabeza saldrá, seguro, otra buena novela.

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