El amante japonés

Por Joaquín Medina Ferrer

Parece existir una coincidencia generalizada en contestar a la pregunta de ¿qué te ha parecido esta novela? con la palabra “bonita”. Decir de cualquier cosa, sea ésta novela, película, canción o pintura, que es bonita no es calificar de mala manera, pero…

En mis clases de Historia del Arte suelo decir a mis alumnos que cuando solo se nos ocurre esta palabra para indicar lo que nos sugiere la visión de una obra es por una de estas dos razones, o bien porque no encontramos otras palabras por carecer de un vocabulario adecuado o bien porque la obra en cuestión no da más de sí y calificándola como bonita se nos agota su contenido. Decimos de algo que es bonito cuando cumple una función meramente decorativa, nadie decoraría una pared de su casa con un cuadro feo ni un aparador con una porcelana fea. Pero si queremos considerar cualquier obra como una obra de arte esperamos algo más, debemos esperar forzosamente algo más, esperamos palabras mayores, esperamos ese algo que la distinga y que la eleve sobre el resto. Y ese algo no tiene por qué ser ni bonito ni hermoso.

Y a mí El amante japonés me parece una historia, como a todos prácticamente, bonita… y poco más.

Es cierto que trata una gran variedad de temas pero lo hace de una manera muy superficial; también lo es que presenta personajes de muy distinta condición social y procedencia, pero es igualmente verdad que apenas profundiza en las relaciones entre ellos. Es cierto que la autora parece tener una habilidad pasmosa, oficio dirían algunos, para entretejer historias que nos acaban enganchando. Es cierto también que la novela se lee con facilidad pese a sus trescientas páginas, que no llega a aburrir nunca pero, al menos para mí, carece de la intensidad necesaria para que su lectura trascienda y deje en cualquiera de nosotros una huella perdurable.

El primer conocimiento que tuve de Isabel Allende fue, lógico teniendo la edad que tengo, en relación a los sucesos que desembocaron en el asesinato de su tío Salvador Allende y en la toma del poder, vía golpe de estado, del por todos detestado Pinochet. Y fue en un reportaje documental que recordaba no sé qué aniversario, después de que Allende hiciera ese canto a la esperanza en el ser humano que terminaba poco antes de morir diciendo esas frases imposibles de borrar de nuestra memoria y que, por bellas y emotivas, no me resisto a transcribir:

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Trabajadores de mi Patria, tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor…

En un momento posterior, decía, aparecía una joven Isabel Allende a la que le preguntaban por la situación de Chile, ella respondía que su país había tocado fondo y que esa situación tenía algo de positivo, al tocar fondo se podía dar una patada contra el suelo, tomar impulso y salir de nuevo a la superficie. Aquella frase, luego repetida en otras ocasiones y en circunstancias distintas se me quedó grabada y asociada a la escritora.

Tiempo después vi en el cine, si la memoria no me falla era el viejo Aliatar, la versión que un buen director, Bille August, hacía para el cine de La casa de los espíritus. Acudí atraído por el prestigio del director, por ver cómo se defendía Antonio Banderas recién llegado a Hollywood y también por tratarse de una obra de una autora que comenzaba a alcanzar gran prestigio como continuadora de la saga de escritores hispanoamericanos que dieron lugar al denominado boom del realismo mágico.

3No me gustó la película; que Bille August dirigiera también Pelle, el conquistador, una gran película, acentúa aún más las carencias de su adaptación. Tampoco me gustó un Banderas cada vez más cerca del tópico del latino que el cine americano ha construido en los últimos años.

Adquirí después varias novelas de Isabel Allende pero todas esperan en los estantes de la biblioteca. Es lo que pasa si no haces caso al refrán e intentas abarcar más de lo que luego podrás apretar.

Así que El amante japonés ha sido mi primer contacto con la novelista chilena.

Como decía más arriba la obra además de contar con un elevado número de personajes secundarios que poco o nada aportan al hilo de la historia y a los que autora despacha con apenas un par de líneas, cuando podían haber dado bastante más juego, – recuerdo aquí al doctor Frank Delillo que anima a proseguir en su deseo de ser enfermera a Megumi Fukuda y hace de facilitador del primer encuentro entre ella y el guardia Boyd Anderson-, toca de manera tangencial una gran cantidad de temas que pudiéramos considerar tabú y aunque tenga el supuesto mérito de no demonizarlos, tampoco hace de ellos motivo de reflexión profunda.

En la novela aparecen entremezclados temas tales como homosexualidad, eutanasia, libre consumo de drogas, aceptación de las relaciones sexuales interraciales…pero como si todas estas cuestiones fueran moneda común, algo habitual y a lo que no hay que darle más importancia. Temas importantes que tal vez por ese distanciamiento terminan sonando a broma, como esas manifestaciones que los ancianos del asilo celebran periódicamente, pero que, al menos a mí, me suenan falsas y no me provocan ni ternura ni solidaridad.

También hay una abundancia de referencias históricas dispares, pero de nuevo, a mi entender, tratadas como mero telón de fondo de la historia de amor entre Alma e Ichimei.

La autora hace alusión a la invasión de Polonia y a los guettos donde se encierran a los judíos; a la invasión británica de la Francia ocupada y a la resistencia; a los años de la Gran Depresión en Estados Unidos; al movimiento hippy y al flower-power en San Francisco; a cómo reaccionaron durante la Segunda Guerra los americanos contra los oriundos japoneses, “el peligro amarillo”, tras el ataque a Pearl Harbour….y ya lanzada del todo, como si le quedase algún conflicto que aún no hubiese incluido en este catálogo, Allende nos hace viajar a Israel para explicarnos cómo funciona un kibutz.

Demasiado, ¿verdad?

También ahora puede resultar oportuno el refrán. Quien mucho abarca poco aprieta. Y aunque hay refranes para todos los gustos no resulta difícil, en esta acumulación tan grande terminar considerando más lograda en el relato de la situación de los judíos ante los totalitarismos, la brutal y poética Suite francesa.

Y seguir a continuación echando de menos las descripciones en Las uvas de la ira del funcionamiento y la organización autogestionada de un campamento de parados cuando Allende nos dice, tan tiernamente, que en el desierto de Utah donde fueron trasladados los japoneses, éstos protegían sus plantitas recién germinadas de los vientos y el sol con un toldillo de papel. Sí, sí que parece bonito…

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Hay quienes descubren en la novela el modo como trataron en los Estados Unidos a los americanos procedentes de Japón, ese “peligro amarillo” del que hablaba antes. Trato inhumano y degradante. Recluidos en campos de concentración, desposeídos de todos sus bienes, observados siempre con recelo sin necesidad siquiera de portar una estrella de seis puntas en la solapa….los japoneses, en realidad unos americanos más en un país que siempre presumió de sus orígenes multiétnicos sufrieron la más cruel de las situaciones, fueron japoneses para los americanos y americanos para los japoneses; fueron, de modo arbitrario, confinados, deportados o alistados en unidades de alto riesgo. Objeto de chanzas y burlas en los despiadados seriales de dibujos animados que llenaron las cadenas televisivas y los cines, en las tiras cómicas de los periódicos más serios y en los chistes que hicieron de ellos, como sucede en otros ámbitos y lugares, los receptores de lo más grosero y soez que puede idear la naturaleza humana.

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Una película, Conspiración de silencio, de un director considerado de segunda fila, John Sturges, resume en menos de dos horas, esa mezcla de irracionalidad y maldad que sintetiza el trato recibido por los japoneses. El papel de un viejo y agotado por los años Spencer Tracy, que saca de donde ya no las hay fuerzas para defender el honor de un japonés en una historia ambientada en la América profunda, es equiparable al de Gregory Peck en Matar a un ruiseñor, el de Atticus, el abogado capaz de enfrentarse a toda una comunidad sin necesidad de compañía alguna en su lucha contra la injusticia.

4Y si pensamos, metidos en ese ámbito literario del realismo mágico, en qué será con el tiempo de aquellos amores que se quedaron a medias, en ese sueño de lo que pudo haber sido viene a nuestra memoria Gabriel García Márquez, Florentino Ariza y Fermina Daza y esa maravilla de libro que es El amor en los tiempos del cólera, demostrando al mundo que la vida no tiene necesariamente que ser, cruel castigo para el coronel de los trópicos que no tenía quien le escribiera, setenta y cinco años, gastados minuto a minuto, en aprender a comer mierda. Demostrando que hacernos creer que es posible el reencuentro, sea entre Florentino y Fermina, sea entre Alma Belasco e Ichimei Fukuda, es lo más valioso que nos aporta esta novela.

Y para terminar una confesión. Dejé escrito que la novela me parecía, como a muchos de vosotros, “bonita”. He de confesar que la parte que más me ha gustado ha sido la más sentimentaloide, esa parte final en la que Allende casi se transfigura en una nueva Corín Tellado desbocada y casi acaba por conseguir, la buena de Isabel, que se me escape una lágrima.

¡Cosas de la edad!

Un comentario sobre “El amante japonés

  1. Sí. Totalmente de acuerdo. La palabra bonito no es la más adecuada. Por eso, hizo una crítica no se que cantante que decía»bonito, todo me parece bonito»fue una canción de los cuarenta principales. me gustaría responderte con un artículo bien hecho o hacer una lectura detalladísima de tu artículo así como del libro que aconsejas.

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